Siempre he creído que las relaciones que realmente funcionan son aquellas que comparten: el silencio, las risas, las lágrimas, los miedos, las alegrías o los fracasos, reconociendo que cada parte tiene una vida que realizar; es recorrer el mismo camino de modo que cada quien tome sus propias decisiones y enfrente sus consecuencias. Pienso que eso hace fuerte a una persona y cuando cada parte es fuerte, la relación es sólida.
Pocas veces he visualizado mi vida en pareja, no me gusta hacerlo porque inevitablemente pienso que jamás encontraré a alguien como lo que estoy buscando. De pronto, cuando llego a imaginarme en un compromiso, con todo lo que la palabra implica, pienso en esa persona que tiene la capacidad de amar mis cualidades y respetar mis defectos, quien acepte que no soy un títere al que puede moverle los hilos cada vez que le plazca y respete mis tiempos, mi individualidad y fomente mi desarrollo personal.
Sin embargo, hasta hace poco, después de tantos años me cuestioné sobre lo que yo puedo ofrecer; claro, es más fácil pedir que dar. Me viene la ilusión de amar y por primera vez tengo la sensación de que ahora sí hice una buena elección, pero ¿cómo hace una persona egoísta para compartir su vida? Definitivamente, la vida me puso a prueba una vez más.
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